Kelabit Highlands: primeros días en Bario

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Seguramente habéis perdido el hilo, ¿verdad? (¡hace mucho que os dejé con la intriga de qué pasó conmigo en las Kelabit Highlands!). Así que os recomiendo que os releáis el post anterior (en lugar de mí escribiendo un “en capítulos anteriores”…) para poder continuar con la historia…

El caso es que allí estaba yo, en Bario, durmiendo en casa de Supang y alimentándome en casa de su prima Bulan; todos estos espacios, separados por un inmenso corredor de la misma longhouse, que ya os he explicado de qué tipo de construcción se trata.

¡Bulan cocinaba unos platos realmente deliciosos! con verduras que yo jamás había probado, como brotes de bambú, flor de plátano, flor de jengibre… También mucha berenjena y arroz, por supuesto. Creo que no comí tan bien en todas las vacaciones, a excepción de nuestro restaurante de Kapas. Y, encima, comida casera. Bulan y su marido (creo que se llama Billy pero no estoy segura; llamémosle así) eran muy amables conmigo, y lo raro fue que me sentí como si estuviera en el pueblo de mis abuelos en España, por la atmósfera que todo aquel lugar desprendía, una cotidianidad muy familiar.

Entonces es cuando conocí a Jane.

Jane era la hermana de Bulan (y, por ende, prima de Supang). Había vivido muchos años en Kuala Lumpur y hacía relativamente poco que había vuelto a Bario, a la casa familiar, desde su jubilación (pero no os penséis que Jane es una señora mayor, tenía menos de 60 y un espíritu y físico aún jóvenes). Allí, compartía habitación con su anciana madre, en la misma casa que Bulan. Esta abuelita tenía, como todas las de su quinta, las piernas tatuadas. Me llamó mucho la atención cada vez que veía a una de ellas. Me contaron que, en su caso, era por estética, para poder encontrar marido. Otra tradición perdida. Se tapaban los tatuajes bastante, en todo caso.

Jane se hizo mi amiga inmediatamente. Creo que se alegraba de tener compañía joven y en seguida entablamos conversación. Me contó mucho acerca de su vida, de sus proyectos, de su situación. Su inglés era muy bueno, y su carácter, muy positivo. Por allí deambulaba también Supang, que se interesaba mucho por mi. Ella era de las pocas mujeres que aún lucían sus largas y dilatadas orejas, tradición Kelabit. Jane contaba que las chicas de hoy en día no se prestaban a ello. Ella misma se había operado hacía muchos años para cortarse y coserse aquellos lóbulos tan largos y volver a tener unas orejas normales, mucho menos incómodas para correr o hacer cualquier otra actividad. Pero Supang era una de las últimas auténticas que quedaban.

La conexión que tuve con estas dos mujeres fue brutal. Con Jane sentí que tenía a una amiga, y con Supang… bueno, ella decidió al poco que yo le recordaba mucho a su sobrina… y que yo era de su sangre. Así que decidió que yo era su sobrina también, y empezó a llamarme Supang: su nombre de soltera. Las mujeres Kelabit, al parecer, cambian de nombre de pila dos veces: una, cuando tienen hijos, y otra, cuando tienen nietos (y creo recordar que los nuevos nombres no los elige ella sino su familia). Así que Supang ya no se llamaba así desde hacía mucho, pero yo nunca lograba recordar su nombre actual, y a ella en el fondo creo que le gustaba más que le llamasen Supang. Con lo cual, no importaba cuál era nuestro verdadero nombre, el caso es que, desde entonces, las dos éramos Supang. Lo peor de todo es que, a más la conocía, más me recordaba a mi tía Josefa, la difunta hermana de mi abuela. Ambas eran dicharacheras, divertidas, llenas de energía y jovialidad. Y yo me empecé a sentir tan a gusto en aquella casa, que pensé que para esto había venido yo hasta Borneo: para conocerlas a ellas.

Supang me cambió de habitación al día siguiente, porque la primera noche me despertaron todos los perros de Bario. Dijo que me iba a traer al lado de su cuarto para tenerme más cerca y más tranquila. Desde entonces, mis rendijas daban al pasillo trasero de la longhouse, donde pasaba menos gente, se usaba casi para eventos. Aun así oía cualquier cosa que pasase afuera, incluso lo que aconteciese en la habitación de Supang, pero aprecié mucho su gesto, y al menos me deshice un poco del sonido de los perros.

Las cosas que hice en Bario en los primeros días fueron de poco a poco: empecé por ir en bici con Jane, que me enseñó dónde estaba el punto de internet del pueblo (recordemos que no hay red telefónica en general, así que esta sala es la única donde conectarse al resto del mundo, pagando). No iba todos los días, pero alguno sí que fui. La conexión era pasmosamente lenta.

Cada mañana me seguía maravillando de despertarme en una longhouse y ver a la madre de Jane sentada con la vecina, conversando, sentadas en el largo corredor que unía todas las chimeneas. Este concepto de vivir juntos pero no revueltos me fascinaba.

La primera noche, sin tener mucho que hacer, acompañé a Bulan y Supang a la iglesia, por curiosidad. Como decía, allí son muy religiosos, asisten diariamente a la iglesia. Hay días que van incluso dos veces. Pero lo que vi aquella noche me sorprendió bastante. Siendo la única extranjera en una iglesia llena hasta los topes, la mitad la chavalería del pueblo (muchos niños que vivían internos en el colegio), las miradas iban muy dirigidas hacia mí. Pero poco duraron, ya que aquella noche había función. Se habían montado una obra de teatro musical sobre el tema de los jóvenes y las drogas, representada por gente de fuera que había vivido en sus carnes el tema, del que habían salido, gracias a la religión. Los chicos rompían sus cadenas figuradas al oír a dios y el cura, o pastor, o mentor de estos chavales, después dio una arenga larguísima y participativa sobre el tema. Yo no entendía nada, pero estaba flipando. Entre las canciones que empezaron luego todos a cantar, la intensidad de todo aquello, la gente llorando, emocionada con la religión, etc., aquello seguía y seguía, subiendo de volumen. Algunas canciones tenían gestos físicos incluidos, como para niños, que Supang se sabía de cabo a rabo, y las cantaba y bailaba. Me fui bastante impresionada.

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Otro día recorrí Bario haciendo el “Bario Loop”, vamos, un gran círculo pasando por cerros con vistas sobre la ciudad, colegios, etc. Parece mentira que Bario sea capital de algo, porque es realmente un pueblo en el medio de la nada. Podría describir el lugar como una amplia explanada verde claro, donde se ve todo de una vez, rodeada de montañitas, con muchos campos de arroz, una atmósfera muy alegre, muy tranquila, las casas de madera desparramadas por doquier. Cuenta con una plaza del mercado, iglesias y un museo. Y ya. Ni calles.

Me llamó la atención un jardín ecológico que tenían montado, y me di cuenta de que formaba parte de un colegio. Cuando estaba haciendo fotos de las plantas, alguien vino a llamarme la atención, porque no podía hacer fotos. Al decir que solamente quería imágenes de las plantas, me dijo que hablase con el director, y eso hice, pasando por la clase de unos niños que estaban también muy interesados en intentar hablar conmigo. El director, muy simpático, me dijo que sin problemas, y volví de nuevo a pasar por donde los niños, que seguían chocándome los cinco, como poco. Casi acabo pidiendo darles clase de inglés.

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Acabé en otra longhouse donde me vieron desde arriba y me invitaron a subir, no recuerdo el nombre pero las señoras ya eran medio conocidas mías de antes. Esta longhouse estaba un poco en peor estado que la mía, pero también era un sitio entrañable, y único. Solía haber un alojamiento bastante famoso allí al lado, el Jungle Blues, por allí, pero los dueños se marcharon hacía poco y la casa entró un poco en decadencia. En fin, estuve charlando un poco con aquellas dos mujeres, y viendo cómo hacían collares de cuentas… y no sería la última vez que las vería. Ni los collares de cuentas.

Otra tarde, Billy me llevó a ver un asentamiento Penan. Los Penan ya os los mencioné en otro post, son un grupo étnico muy humilde. Cuando Billy me llevó paseando fuera de Bario, ya en la jungla, y vi en la miseria en la que vivía aquella familia joven con tantos hijos e incluso un mono encadenado, en una cabaña desvencijada, me dio bastante pena. Aún así, querían que les sacase fotos, y parecieron alegrarse de mi visita. Suelen trabajar para los Kelabit en los trabajos más físicos, más bajos, más cansados. Y no tienen nada, en comparación con sus vecinos.

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Y lo último que os contaré hoy fue cuando Jane me llevó a visitar a su amiga Joy. Joy era la primera persona con la que yo había hablado en Bario, cuando no sabía a dónde ir. La mujer del restaurante frente al aeropuerto. Con las bicis, allá que fuimos, a tomar algo y parlotear. Joy era una señora de la edad de Jane, interesante y simpática, cuya pareja era un chico muchos años más joven. Me gustó aquel dato. Me encantó que una mujer en un ambiente tan tradicional hiciera lo que quisiese, sin importarle el qué dirán. Joy me dijo que volviese a verla cuando quisiera, mientras nos daba trozos de piña. La piña… Las mejores piñas que he comido en mi vida, fueron en las Kelabit Highlands. Bulan las cultivaba también en su casa. El caso es que, antes de irnos, Joy me dijo que probase algo que había cocinado: murciélago. En salsa. Y lo hice. La textura de las alas era muy peculiar, gelatinosa y dura. Pero no me disgustó.

Mientras tanto, todo mi afán era poder hacer un trekking fuera de Bario y pasar una noche por ahí, y eso es lo que os contaré, entre otras cosas, en mi próximo post.

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